7/12/2012

Capítulo 21 / El espejo


El amo les había dicho que les llenaría las tripas con su semen, pero no fue así. Echaron una larga siesta después de las corridas que se largaron cuando el general los dejó solos, y ya no hubo sexo durante el resto de la tarde.

Los dos chicos se despertaron empalmados y el amo también tenía ganas de juerga, pero les dijo que se levantasen e hiciesen algo de ejercicio antes de la cena.
El capitán con sus dos esclavos en bolas, organizó una tabla gimnástica, a base de flexiones y abdominales, elevando el tórax del suelo, flexionando los brazos y apoyando las puntas de los pies solamente, para mantener recto el cuerpo como una plancha y animándoles a no flaquear por el cansancio.
Quería que sus esclavos perfeccionasen su bella anatomía física y marcasen más los músculos en los brazos, piernas, abdominales y pectorales.
Y, sobre todo, que no descuidasen la dureza y firmeza de los glúteos.


Dos horas después, los tres sudaban como potros al final de una fuerte galopada, y el olor del cansancio les embotaba el olfato, pero el aroma agrio y dulce de su vigorosa juventud incitaba a restregarse entre ellos y empaparse de la líquida energía que derramaban por los poros.
Los tres miembros se frotaban y y jugaban a deslizarse de uno a otro, pero José no quería desgastarse ni reducir la carga de sus pelotas, ni tampoco que lo hiciesen sus dos esclavos, ya que esa noche tenía que brindarle al general el espectáculo de una larga e intensa velada de sexo, que él contemplaría tras el espejo convertido en su ventana especial de su particular observatorio sexual.

Pero no pudo apartar la vista de los cuerpos de sus esclavos.
La piel les brillaba y la humedad que despedían sus miembros y sus recodos más íntimos les envolvían en un halo mágico dándoles un aspecto de seres mitológicos.
Era como estar junto a dos lustrosos atletas griegos de insuperable hermosura al correr por sus venas sangre de Apolo, identificado por los griegos con Helios, dios del sol.

José paseó sus ojos por los penes medio erectos de los muchachos, por los que resbalaban gotas dejando sinuosos surcos sobre sus pellejos, y como chispas líquidas reflejaban la luz, prendidas en el vello de sus piernas y brazos.
El pecho de los chavales intentaba recuperar el sosiego subiendo y bajando sin cesar cada vez más lentamente y sus miradas, orgullosas por el esfuerzo y la tácita aprobación de su amo, se cruzaban y se dirigían juntas hacia la de su capitán.

El amo no consiguió parar su excitación y provocó de inmediato la de sus dos esclavos.
Pero José no podía defraudar a su amante y malgastar ahora su fuerza y la de los chicos.
El era el amo. Sí. Y los dos muchachos eran sus esclavos para satisfacerse como le apeteciese con ellos.
Pero no sería más cierto que el verdadero señor de todos ellos era el amante de José?
La verdad no estaba en que era el general quien disponía lo que su amante debía hacer con los dos jóvenes esclavos?
Hasta que punto el general iba a permitirle a José que llegase a algo más que a usar como objetos a esos dos preciosos chavales?
Incluso al niñato tan cariñoso y sin doblez que casi desde el primer momento se entregó plenamente al hombre que asumió como dueño al creer que lo había comprado.

El general conocía muy bien a su amante y no dudaba de su amor, pero aquel crío era verdaderamente un encanto y sabía de sobra que su cuerpo y su sencillez sin reserva ni artificio enloquecía a José.
Y luego estaba el otro. Raúl.
La lujuria y la lascivia encerradas en un cuerpo explosivo y macizo.
De hombros anchos y espalda recta.
Musculoso, fuerte, viril en su aspecto y con una estructura física como para la portada de un calendario de bomberos desnudos para poner cachondas a las más recatadas amas de casa.
Raúl rezumaba sexo hasta por las orejas y hasta la menor sombra que pudiese proyectar cualquier recodo de su anatomía resultaba lasciva.
Y su culo podría figurar en una panoplia entre los trofeos de un lord inglés que sobre la chimenea del salón de su castillo luce las mejores piezas cazadas en las selvas de Africa o Asia.
Pero en lugar de la cabeza, seria el espléndido trasero del muchacho con una inscripción debajo: “Ejemplar único, cobrado en tierras mediterráneas de un sólo pollazo. Su exquisita piel y el tacto suave del ligero e inapreciable vello que cubre las nalgas, necesitaron un tratamiento especial para conservar intacta toda su tersa frescura”.
A continuación la fecha y el lugar exacto donde habría sido cazado.
Y, por supuesto, el ilustre nombre del aristócrata británico que lo hubiera abatido.

Era muy difícil para un hombre resistirse a no poseer semejantes criaturas que con sus bocas entreabiertas y los labios mojados por la saliva, decían sin sonido: “Amo. Tómanos. Haznos tuyos. Fóllanos y danos toda esa carga que te hace doler los cojones por retenerla dentro. Amo. No ves como nos late el ano esperando tu aterradora verga, pero que manejada por ti es el instrumento que más placer puede causar dentro de nuestros culos!. Jódenos, amo. Haz que sintamos tu carne llenándonos el vientre. A que estás esperando, señor?”

Y José tuvo que buscar una excusa, como por ejemplo que no habían hecho de un modo perfecto los ejercicios y con su enrome mano, ruda y pesada, les sacudió la badana dejándoles las nalgas como rosas carmesí.
Pero se mordía los labios para no darles por el culo a los dos allí mismo, después de besarlos enteros y lamerles la piel hasta limpiarles el sudor que desde la frente corría hacia abajo por sus cuellos diversificándose por la espalda y el pecho.

Les castigó por la impudicia de la provocación inconsciente de sus dos esclavos.
Qué bellos muchachos y cuanta vida pugnaba por abrirse paso a través de su miembro viril, siempre a medio elevarse cuando no competía en rectitud apuntando al cielo y formando un plano paralelo con el vientre!
Esos eran los esclavos de José.
Los dos juguetes que esa noche debía usar para complacer y excitar a su amante el general.
Esos eran los dos muchachos que más tarde, cuando se recuperasen de la larga sesión, yacerían con él en su cama y entonces, sin más miradas que las suyas, los gozaría y los poseería para poder disfrutar del verdadero placer de sentirse su dueño y su único amo.
Una vez en su dormitorio, podía incluso amar a esas dos criaturas si le daba la gana. Besaría a Dani como lo hace un amante y dejaría que Raúl probase las mieles del amor intenso para darse generosamente tanto a su amo como a su joven y deseado compañero.

Sin embargo, primero debería darle al general el sacrificio de los dos corderos.
La cena fue silenciosa y parca.
Y mientras preparaba el escenario, los puso de bruces sobre dos banquetas en el cuarto de baño con un irrigador introducido por esfínter de cada uno de ellos, y lentamente sus barrigas se llenaron del agua que vaciaría sus intestinos para trabajarles más tarde higiénicamente sus sensuales y sugestivos culos.

 A veces a José lo que más le apetecía al ver aquellas nalgas era mordisquearlas y besarlas y sobarlas hasta aprender a recorrerlas y memorizarlas sin necesidad de levantar los párpados para admirarlas.
Quería grabarlas en su mente para soñarlas sin más que cerrar los ojos y abstraerse del mundo exterior.


Iba a estrenar esa noche una máquina jodedora, que podría llegar a destrozarle el culo a cualquiera si se le imprimía la máxima velocidad al embolo que movía el pene de goma, insertado en la barra que se introduciría por el ojo del culo del sumiso.
No sólo los azotaría con la fusta, sino que golpearía las plantas de los pies de los chavales con el propio bastón de mando del general, adornado con una preciosa empuñadura de oro, y tenía que aplicarles una moderno instrumento generador de corriente eléctrica de baja tensión, con el que le daría descargas en los genitales, pezones, en los dedos de los pies y de las manos, las sienes. En la lengua. Dentro del pene sondado convenientemente con una cánula de metal. Y, por supuesto, a través del recto y variando su intensidad, hacerles sentir el escalofrío del un rayo que recorriese sus médulas y los receptores sensoriales transmisores de tal información a los terminales nerviosos del cuerpo de los dos chavales, inmolados por el amor del capitán a su amante.


Sus gritos y gemidos le taladrarían los tímpanos a pesar de que los amordazase.
Y su sudor frío y el de los dos chicos, helaría el aire de la mazmorra habilitada para complacer al general.
Los sometería a todo ello suspendidos del techo, primero boca abajo, colgados por los pies para que a la justa altura de su verga se la mamasen uno después del otro, sin regalarles su precioso y deseado semen.
Y, a continuación, serían penetrados con objetos de calibre respetable y follados por su amo con su verga apocalíptica e incluso con el puño, llegando al segundo esfínter de los muchachos, amarrados por las muñecas y los tobillos como capullos que gestasen la crisálida que, llegado el momento volaría revestida de las multicolores alas de la más llamativa mariposa.

Pero que en ese momento, sólo serían cachos de carne colgadas de un gancho como reses, para satisfacer el apetito voraz de la libidinosa lujuria del amante de su amo.
O del verdadero señor del dueño de los dos esclavos.
Eso era una cuestión que todavía quedaba por resolver, incluso para el capitán, que mientras usase a los muchachos, vería la escena y su propia imagen reflejada en el espejo, sabiendo que la mirada escrutadora del general no se perdería detalle ni de los hechos ni del mínimo gesto que hiciese su amante.

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